sábado, 22 de marzo de 2008

Regreso al Barrio



Miraba por la sucia ventanilla del colectivo mientras avanzaba por las tristes y apagadas calles de un domingo a la tarde.
Estaba nervioso, como si fuera a tener una cita por primera vez, como cualquier adolescente que va a encontrase con la chica que le gusta y teme no agradarle. Pero no, no iba a una cita amorosa, esta cita era diferente, iba a encontrarse con su pasado. A medida que continuaba el viaje iba pensando tantas cosas, y la nostalgia comenzó a invadirlo. Se recordó de chico jugando en la vereda de su casa en el Parque Chacabuco, en aquella casa, ¡qué linda que era!, con sus grandes habitaciones, su cuartito de juegos y su patio… su patio tan fresco donde todas las tardes sus padres y su abuela se sentaban a matear y a contar una y otra vez historias del pasado en las que desfilaban tíos, primos e incontables personajes, qué hermoso, todavía podía oír el sonido de los pájaros que llenaban la casa con su trinar, acompañando esas charlas. Qué habrá pasado con esa casa. La habían vendido hacía mucho ya, y nunca más supo de ella, ¿estaría igual? Ahora, de hecho, se dirigía hacia ese enigma, quería volver a su hogar, a su barrio, a su origen.
El colectivo llegó a su destino. Se bajó con el corazón palpitándole, tenía que caminar tres cuadras. Qué cambiado estaba todo, los negocios eran otros, la panadería en la que su madre compraba esos deliciosos pancitos de queso ya no estaba y en su lugar había una ferretería. Qué ricos que eran esos pancitos, nunca más probó otros iguales, ¡y las casas!, eran tan diferentes a como las recordaba, ni siquiera la casa de Nicolita estaba ya; Nicolita, como le decían todos, ese pobre pibe que arrolló un colectivo mientras jugaba a al pelota en la calle. Vivía en la esquina de su casa y trabajaba de canillita para ayudar a sus padres, todo el barrio lo quería, cómo lo lloraron. En su funeral había tanta gente que no entraba ni un alfiler, las coronas eran tantas que hubo que colocarlas en la calle. Pobre Nicolita.
Se acercaba ahora a su casa y tuvo una sensación horrible, como si su alma lo hubiese abandonado. La casa no estaba. En su lugar había un gran edificio, muy moderno, con lujosos autos estacionados en el frente. Qué había sido de su patio, de su cuarto, de su terraza, de esa terraza que tanto amaba y que en verano visitaba para ver el atardecer. Le fascinaba eso, el cielo se veía como una acuarela, podía ver los celestes, rosados, anaranjados, todos juntos esfumándose hasta cambiar la tonalidad por completo para terminar convirtiéndose en el azul nocturno. Qué recuerdos aquellos y qué lástima que ya no quedaba nada de todo eso, nada.
Siguió mirando la cuadra, todo era nuevo, excepto por una casa, la casita de ella. Le pareció por un momento haber regresado cuarenta años en el tiempo. Allí estaba, pobrecita, tan sola y tan vieja, librando batalla entre las más jóvenes y dominantes construcciones, y Mirta, ¿qué habrá sido de Mirta? se preguntó. Sus ojos se tornaron grises y un sollozo se ahogó en su garganta, acompañado por un dolor que anudó en su alma. Él no había sido capaz de amarla, con lo sola que estaba esa pobre piba, él pudo haberla ayudado, pudo haber hecho algo por ella, pero no, él nunca había hecho nada por nadie en toda su vida.
Se animó a acercarse a la casa, tocó timbre, quería averiguar si todavía vivía allí. Una mujer mayor, la hermana de la madre de Mirta, lo atendió, y ahí fue cuando se enteró que Mirta había fallecido hacía cinco años, que nunca se había casado, que se había jubilado de maestra y se había quedado al cuidado de su madre hasta que ésta murió; y nada más, nada más necesitaba saber para convencerse de que no había sido feliz. Quizá lo recordó siempre, o tal vez no; él no merecía eso después de todo.
La melancolía se apoderó de su ser, caminó cabizbajo sin saber adonde dirigirse, ¿a qué había ido?, ¿a convencerse?, ¿a eso?, ¿a convencerse del fracaso de su vida? Eso ya lo sabía desde hacía mucho, no había logrado nada en su patética y mediocre vida, no tenía hijos ni familia, ni amigos, nada. Ahora, con sesenta y cinco años, se encontraba tan solo y volvía a su casita con las manos vacías, igual que cuando se fue, sólo que aquella vez se había ido con un bolsito lleno de sueños, ahora ya ni eso.
La tristeza que sentía era insoportable, lo colmaba, ¿para qué seguir? se dijo. Si al menos tuviera el valor para irse con dignidad.
Y así siguió caminando, sin rumbo, con la mente perdida, desvaneciéndose entre las casitas que quedaban, entre los lejanos recuerdos y tratando de encontrar el valor necesario para terminar de una vez con todo….
Eli 2008

4 comentarios:

Ygriega dijo...

Desgarrador... La tristeza, la melancolía ke vive el protagonista de tu cuento te hacen sentirte tan dentro de él... ¡Cuántos rekuerdos de mi pueblo se me cruzaron al leerlo!
Muy bueno, Eli!!

El Titán dijo...

Un cuento bien pensado...una melancolia exquisita, un barrio que ya no es porque el progreso se encaprichó. Muy lindo, y muy italo-argentino, aparte...

Manco Cretino dijo...

... epa!... ese colectivo nos llevó al pasado.
Pero cuantas veces nos encontramos viajando hacia él, ya sea sentados a la mesa de casa o en la oficina.
Gracias por esta mirada tristona y la media sonrisa...
NUNCA NOS VAMOS COMPLETAMENTE, NO PODEMOS.

juan dijo...

Hermoso cuento, me hizo revivir muchos momentos de mi infancia, la casa grande, el patio... De vuelta al barrio!! Un bario que, aunque idealizado, muestra otra argentina, otra forma de sociabilidad. Territorios que han sido transformados por dinámicas de todo tipo. Nostalgia que no desaparece.
Brillante!